Cuando era chibolo “acampé” (fueron 14 horas) para ver a Sui Generis en el Estadio Monumental porque, como buen chibolo, había comprado la entrada más barata y quería estar lo más cerca posible del escenario. Hasta ahora me duele la espalda pero, contrariamente a lo que mis viejos pensaron de mí en ese momento, yo no me arrepiento.
Como lo comenté en un post de Facebook, el sábado caí casualmente por el Jockey Plaza poco antes de la apertura oficial de la nueva tienda de H&M en Lima. Mi opinión respecto de la gente que acampó desde incluso dos días antes de la inauguración oficial ha ido cambiando. Cuando al llegar al Jockey vi a la pobre gente con cara de dolor y sueño sentí cierto “vacío”. Pensé: ¿será que, en realidad, estas personas están aquí por lo que “sienten” hacia H&M? ¿O acaso hay algo detrás?
Mi post de aquel suceso tuvo una sábana de comentarios muy acertados que me dieron una idea más clara del asunto. Sin embargo, conforme pasaban los minutos e iba presenciando la magistral manera cómo la marca reanimaba a estos fieles, mi percepción sobre la gente cambiaba. Flashmobs, música, saltos y energía por doquier fue transformando sus caras en alegría pura y, naturalmente, mi desconcierto incrementaba.
Lamentablemente no pude quedarme hasta el momento exacto de la apertura de puertas porque tuve que ir a una cita médica (razón original por la que estaba en el Jockey), pero información sobre lo sucedido hay de sobra en las redes.
Luego de haber asimilado con un poco más de calma el hecho, pienso en qué podría movilizarme a mí a hacer algo similar. Y la verdad es, pese a que en ese momento mi respuesta era “nada”, hoy creo, en realidad, que las respuestas son múltiples.
Si me ofrecieran poder entrar al camerino de Perú (hablo de fútbol; me conocen) en algún partido crucial de las clasificatorias minutos antes de la salida de la selección a la cancha, acamparía un mes antes. Si me ofrecieran poder estar en primera fila -gratis- en el concierto de alguna de mis bandas favoritas, también acamparía. Si me ofrecieran poder entrevistar a George Lucas, tomarme una chela con Joaquín Sabina, fumar un puro con Quentin Tarantino o tomar un café con Mario Vargas Llosa, también acamparía. Creo que hacemos mal en criticar de golpe algunas actitudes que consideramos muy ajenas a nuestro accionar ya que, en el fondo, todos tenemos al menos un motivo para hacer cosas locas, ¿no?
Ahora, la pregunta que sigue es: ¿tiene el mismo “sentido” (no encuentro una palabra mejor aquí) acampar por recibir una clase de canto con Juan Diego Flórez que por entrar a una tienda de ropa (lugar al que, además, puedo entrar a la semana siguiente sin hacer ninguna cola)? Mi respuesta inmediata es no. Pero, ¿cómo lo mido? ¿Y qué variables debiera considerar?
Si en algún momento me escucharon ser más tajante ante esta pregunta, les comparto el post de Alonso Ruiz, un camper que me hizo cambiar diametralmente la manera de pensar sobre estos muchachos. Si hay algún momento para hacer locuras, es este, ¿no?
Y agrego algo que puede sonar “cachoso”, pero no lo es. Mucha de la gente que acampó llevó libros consigo.
Out.